LAS TARDES DEL CENTRAL

Cuento Breve – Aquilino González Álvarez

No era el más inteligente de los asiduos de aquella pintoresca calle, donde las voces de los comerciantes y tenderos de los viejos locales se entremezclaban con las de los turistas foráneos que últimamente, y cada vez con más frecuencia se dejaban caer por aquel rincón. No era el más guapo ni el más locuaz de los que por allí se asomaban cada día y sin embargo su presencia no pasaba inadvertida para nadie, tampoco su ausencia si algún día no se dejaba ver.

Solía acercarse por la barriada a primera hora de la tarde cuando el sol se retiraba de la terraza del café Central, donde se tomaba un cortado mientras veía como el bullir de la calle superaba la perezosa hora de la siesta. Intercambiaba saludos, conversaciones y alguna que otra confidencia con los vecinos que hasta el café se acercaban. Lejos quedaba ya aquella mañana en la que por primera vez se había aventurado por la calle sintiendo las miradas curiosas y llenas de lastima de sus moradores.

Atrás quedaban también los primeros contactos con aquellos que lo percibían como una “rara avis” que se había colado en el barrio y que titubeantes y sin saber muy bien que decirle, ni cómo tratarle se acercaban a conocerlo.

El era una persona que conectaba muy fácilmente con la gente, de amena conversación donde cualquier tema era bienvenido. Si había que hablar de política, pues se hablaba, que si tocaba futbol, no había problema, había carrete para ello (eso sí, siempre defendiendo que Casillas debía ser el portero titular del Madrid) y cuando se iban agotando los temas tirar del tiempo contentaba a todo el mundo.

En unas semanas su buen rollo se había ganado al vecindario y más de uno seguía la estela de su silla de ruedas eléctrica, sabedor de que era un tipo interesante. El Central, a la hora que Juan iba, acabo albergando a una curiosa tertulia, donde el siempre solía llevar la voz cantante.

Fue entonces cuando él empezó a hablarles de los viajes que había realizado antes de tener su lesión medular, experiencias muchas veces que rozaban la aventura y que le habían dejado múltiples anécdotas, que cuando las contaba, siempre mantenían al vecindario en vela. Como aquella vez que había cruzado América del Sur, desde la frontera mexicana hasta la lejana Patagonia, en vagones de tercera llenos de gallinas, narcos o guerrilleros. O aquel otro en que alojándose en cabañas de pescadores y remontando el río Nilo en barca desde el delta hasta más allá de la primera catarata, cerca de la frontera de la vieja Nubia, había conocido el Egipto milenario de los antiguos faraones.

A su lado siempre había una buena historia que oír, historias que normalmente se acababan enlazando con otras y que hacían que aquellas amenas tardes del Central se convirtieran en un bálsamo donde olvidar los problemas y las penas que aquellos vecinos pudieran tener.

Juan también les hablaba de futuros proyectos, les contaba que estaba en su ciudad de paso, intentando reponerse físicamente y económicamente para poder acometer futuras aventuras. Ellos le escuchaban con admiración a la vez que con pena. No por su condición física, ni por esa luminosa silla que se convertía en una prolongación de su cuerpo tetrapléjico, sino porque estaban convencidos de que así sería y que un buen día se marcharía, y que de esas tardes que tanto habían cambiado sus rutinarias vidas sólo quedaría el recuerdo, que eso sí, seguro que mantendrían vivo entre todos.

Y un día se dieron cuenta de que ese era “el día”, porque durante la mañana no escucharon en ningún momento el zumbido de la silla electrónica desplazándose por la calle o entre sus comercios. Luego, como cada tarde, acudieron a la hora habitual al café Central, pero Juan no se presentó. Durante varios días siguieron acudiendo, con la falsa esperanza de que fueran contratiempos accidentales los que impedían que Juan no hubiera regresado por allí. Pero los días fueron pasando y las hojas del calendario cayendo hasta que definitivamente, los pocos que todavía iban se fueron haciendo a la idea de que Juan no volvería. Se había ido como había venido, de repente y en silencio, pero a cada uno de ellos les había dejado un vacío que tardarían en llenar.

Entonces fue cuando llego una carta al café Central, con una extraña dirección en el remite que no acertaban a ubicar. Al abrirla se encontraron con una foto de Juan muy abrigado en un andén de una vieja estación en medio de una estepa nevada, delante de un largo tren, que parecía que estaba a punto de iniciar su marcha.

Detrás de la foto una escueta nota.: “ En el transiberiano, dirección Vladivostok. Nos veremos de nuevo en el Central”